No descubro nada nuevo si afirmo con total convencimiento que desde aquel fatídico 14 de marzo en el que España decretó el estado de alarma, no nos ha quedado más remedio que aprender a vivir, en líneas generales, en unas circunstancias en las que el único que impone orden y mando es el virus. A día de hoy, viendo venir la sexta ola que vuelve triunfante, golpeando sin compasión algunos países de la vieja Europa, somos plenamente conscientes de la transformación casi darwiniana que hemos experimentado como sociedad, a fuerza de adaptarnos y adaptar nuestros entornos, con el único propósito de sobrevivir.
La pandemia del COVID-19 lo ha cambiado todo. Pasamos más tiempo en casa; compramos más online que en comercios físicos; pagamos más con tarjeta que en efectivo; toda la sociedad aprendió de la noche a la mañana a hacer video-llamadas, ya que éstas se convirtieron en lo más parecido a un encuentro familiar; las empresas se han visto forzadas a aceptar el teletrabajo como el pan nuestro de cada día; y por supuesto, también hemos tenido que aprender a estudiar e impartir a distancia.
No son pocos los estudios que suscriben que durante los meses iniciales de la nueva era pandémica la formación perdió calidad y equidad educativa, debido tanto a la inexperiencia del alumnado y profesorado en las modalidades online y semipresencial como a la carencia de los recursos necesarios para desarrollar este tipo de formación en unas condiciones mínimamente aceptables. Por ello, parece oportuno replantearse el modelo de formación que tenemos actualmente en vigor. ¿Ha llegado la modalidad online, como el COVID, para quedarse en nuestras vidas?
Basta un breve y superficial análisis de la situación para poder concluir que la respuesta a esa pregunta, muy probablemente, sea sí: aunque la presencialidad ha vuelto a las aulas, la educación reglada sigue aún combinándola con la semipresencialidad, y con el uso de plataformas para la entrega de tareas y forma de contacto entre familias y profesorado. Esta modalidad ha resultado perfectamente viable en el ámbito de la educación primaria, secundaria obligatoria, bachillerato e incluso universitaria y post-universitaria. Ahora bien, ¿lo es también para la Formación Profesional (FP) y la Formación Profesional para el Empleo (FPE)?
Por su propia naturaleza, la formación asociada a la FPE podría sugerir una incompatibilidad con la formación a distancia. En la parte más dura del confinamiento, todos los centros educativos y de formación se paralizaron al completo. Pero mientras que colegios, institutos, centros de FP y Universidad terminaron por adaptarse a las circunstancias recurriendo a la tecnología para retomar las clases, la FPE no procedió de manera tan diligente, ya que no se reanudó la formación hasta que se recuperó la presencialidad en las aulas. Todas las ramas de la educación y formación, incluida la FP, fueron capaces antes o después de restablecer sus clases y continuar con sus contenidos de manera telemática. Todas excepto la FPE, que volvió a ser, otra vez, el patito feo de la formación.
¿Es sensato un trato tan diferenciador? ¿Es razonable la obstrucción que la FPE sufre sistemáticamente? En un país en el que el desempleo juvenil está enquistado en las peores cifras de Europa, es difícil comprender por qué no existe una apuesta más decidida por esta formación, que, claramente, se ve obligada a jugar en una categoría inferior. Ningún piloto con ambición de podio competiría en Montmeló a lomos de un burro.
Sinceramente, creo que es más necesario que nunca reivindicar el impacto que la FPE puede tener en el mercado laboral, ya que sin duda se trata de un elemento clave en la mejora de la empleabilidad de las personas. Es hora de atender las demandas de la FPE: actualicemos la metodología del sistema; invirtamos en simuladores y aplicaciones que permitan continuar la labor docente en cualquier circunstancia; digitalicemos aulas y talleres; seamos ágiles en la respuesta a la demanda formativa que el sector necesita, preparando a futuros profesionales altamente cualificados. Urge encontrar soluciones aplicables a la impartición de la FPE en una modalidad acorde a los tiempos que nos ha tocado vivir.
Sumemos fuerzas, exijamos ese impulso tan necesario: la FPE no puede quedarse desfasada por falta de modernidad en la metodología. Nunca tendremos un sistema completo de formación profesional de calidad si una de las patas es más corta que la otra. Ser competitivo pasa por tener capacidad de reacción en caso de que el mundo vuelva a pararse. Ya lo hemos sufrido una vez y, según parece, la educación reglada se ha rearmado y está preparada, está vacunada contra el virus. ¿Y la FPE? ¿Volverá a verse en la UCI, por no haber previsto su calendario de vacunación?
Autora:
Sonia Ruiz Navarro – Dpto. Idiomas de la Escuela de Madera de Encinas Reales – CRN Producción, Carpintería y Mueble